Aquí, los motivos por los cuales es necesario implementar una legislación para dotar de fondos genuinos a la Dirección Nacional de Vialidad (DNV), a efectos de encarar un programa de mediano plazo de ampliación, mejoramiento y mantenimiento de su red troncal.
La génesis de la Red Vial Nacional se remonta al 5 de octubre de 1935, cuando se promulgó la Ley Nacional de Vialidad 11658, que estableció un impuesto al combustible destinado a la construcción y mantenimiento de los caminos del país y dio responsabilidades a la Dirección Nacional de Vialidad para planificar, proyectar, construir y mantener ese sistema que se consolidó rápidamente a partir de administrar fondos genuinos concebidos con un sistema de solidaridad, pues aportaban todos los consumidores de combustible; aunque, inicialmente, no usaran las primeras obras. Se comenzó con la ejecución de las rutas troncales (N° 2, a Mar del Plata; N° 3, a Bahía Blanca; N° 9, a Rosario; y, luego, a Córdoba).
Pero los proyectos no se limitaron a los caminos principales, puesto que la avenida General Paz –concebida en un principio como una avenida-parque– se construyó entre 1937 y 1941, y el costo de las obras y las expropiaciones se financiaron con el 40% del fondo de Vialidad que le correspondía a la Ciudad de Buenos Aires, más el pago de contribución por mejoras de los propietarios de los inmuebles ubicados dentro de los 200 metros de la avenida. Se trató de una obra modelo para Latinoamérica y fue proyectada y supervisada por Vialidad Nacional a través de la División de Accesos a Grandes Ciudades a cargo del Ing. Pascual Palazzo.
En enero de 1958 se aprobó el Decreto-Ley N° 505, a pedido de la propia DNV, con el que se actualizaba la Ley 11658; se introdujeron reformas para “reemprender e intensificar la obra caminera en la medida adecuada a las exigencias de la economía nacional, que necesita con urgencia de vías de transporte fácil y económico”, ratificándose el funcionamiento autárquico de dicho ente y creando el Consejo Vial Federal.
La parte esencial de ese Decreto-Ley era la fijación de los aportes de fondos que permitirían el crecimiento sostenido de la red pavimentada entre 1960 y 1980, y se nutrían del 35% del precio de nafta y gasoil, y alícuotas sobre otros combustibles líquidos, aceites lubricantes y neumáticos, además de recursos del Tesoro, títulos emitidos para obras específicas y hasta “los derechos de peaje que se establezcan, sujetos a las reglamentaciones que en cada caso se dicten”.
Con el tiempo, el aumento del consumo de combustibles por incremento del parque automotor hizo que los fondos se multiplicaran y las distintas crisis económicas que atravesó el país llevó a que diferentes gobiernos fueran desviándolos a otras áreas para solventar déficits de orígenes diversos. El resultado de ese paulatino desfinanciamiento de la DNV se vio reflejado en la falta de mantenimiento de rutas y el freno a las mejoras de la red que los usuarios demandaban, frente al crecimiento del tránsito y la necesidad de optimizar la infraestructura en aras de garantizar un crecimiento económico sostenido.
Esa situación impulsó a prever la implementación del peaje sobre los tramos de mayor tránsito. Este método tenía antecedentes en el país, ya que, en 1967, la Ley 17520 autorizó al Poder Ejecutivo a otorgar concesiones de obra pública por un término fijo, a sociedades privadas o mixtas, o a entes públicos para la construcción, conservación o explotación de obras públicas mediante el cobro de tarifas o peaje. A título de ejemplo, hubo obras, como el puente sobre el río Colastiné, en la ruta 168 –entre Santa Fe y Paraná– que fue habilitado en 1968 y cuyo peaje se aplicó para amortizar la obra ejecutada con inversión privada.
También las Autopistas Urbanas Interiores de CABA se construyeron pensando en el sistema “Usa-Paga”; vale decir, concibiendo el peaje como el medio para recuperar la inversión al construirlas, aplicando tarifas de acceso al usuario, pero la apropiación por el Tesoro de los recursos específicos previstos para las obras viales fueron el detonante por el cual, a los inicios de los 90, llevaron al Estado nacional a la concesión de la parte más transitada de la red, sin que existieran inversiones a riesgo previas al cobro, aprovechando una infraestructura que el Estado había construido y mantenido durante años.
A ello, se sumó, luego, la asignación de subsidios de significación, generalmente derivados de la intromisión del Estado en la política tarifaria. A la par de la implementación de estas concesiones del Estado nacional, se gestó una desjerarquización de la DNV, a la que se marginó parcialmente de la supervisión de los corredores concesionados. Este modelo de gestión se aplicó, también, para los accesos a grandes ciudades, lo que generó en Buenos Aires la mejora del Acceso Norte, la Av. Gral. Paz, el Acceso Oeste, la autopista La Plata, la avenida Ricchieri y autopista Ezeiza-Cañuelas; pero con inversión privada de significación para el desarrollo de las obras.
El crecimiento del tránsito y las limitadas mejoras introducidas en la red troncal nacional, con una proporción pequeña de tramos en autopista, fueron produciendo un incremento notorio en las tasas anuales de muertos en accidentes evitables con mejor infraestructura, situación que fue esgrimida por el Dr. Guillermo Laura para pergeñar, en 1998, su programa de unos 10.000 km de red de autopistas que apuntaba a la sustitución del sistema de peaje por un esquema de financiamiento que volvía a poner el eje en una tasa de un centavo de dólar por cada litro de combustible cada 1000 km construidos.
Esta red vinculó las capitales de provincia y jerarquizaría las conexiones viales con países limítrofes, el acceso a puertos de ultramar y a los principales centros turísticos del país. Cuando llegase a 10.000 km, la tasa que pagaría cada usuario se elevaría 10 centavos de dólar por cada litro de combustible (nafta o gasoil) que cargase en su tanque (más IVA).
Según ese proyecto que llegó a debatirse en el Parlamento con algunas reformas –compartiendo parte de los recursos con el Ferrocarril–, las empresas petroleras perceptoras de las tasas deberían depositar esos fondos en bancos fideicomisarios que recibirían esas sumas a cuenta de las empresas adjudicatarias, que solo podrían retirarlas una vez terminada la construcción del tramo asignado; los fondos recaudados no ingresarían al Tesoro Nacional. Las empresas constructoras recibirían los fondos a medida que se completaran los tramos, lo que las obligaría a nutrirse del financiamiento para la ejecución de estas, lo que no hubiera sido factible de obtener por la escasa confiabilidad externa del país ante los vaivenes de su economía.
Esa limitación del Plan Laura fue la misma que hizo tropezar más recientemente al Programa de Participación Público-Privada (PPP), por cuanto ese plan ambicioso de ampliación y mejoramiento de la red vial sucumbió frente a los avatares de la inestabilidad económica que impidió a las empresas la obtención de los fondos necesarios a tasas razonables en dólares.
Por ello, solo han perdurado aquellos proyectos con financiamiento de bancos internacionales –CREMA, con fondos del BIRF, y obras con recursos del BID–, ya que las limitaciones tarifarias de las concesiones de peaje han concluido con el traspaso de estas; excepto el Corredor Vial Nº 18 y el Puente Rosario-Victoria, por Decreto 779 del 30/09/20 a una sociedad de mayoría estatal, Corredores Viales S.A. Su programa de licitaciones para promover mejoras de la red acorde a lo planeado por la DNV en la instancia de las licitaciones PPP es limitado sin poder acompañar el deterioro creciente por la escasez del mantenimiento para sostener la serviciabilidad de la red.
En consonancia, la realidad del gasto en infraestructura vial muestra una tendencia decreciente desde 2014, en términos absolutos, y desde 2009, en términos relativos al presupuesto total de la Administración Púbica Nacional. En ese contexto, la llegada de la pandemia solo empeoró la situación del sector. Hacia final del 2020, la participación del gasto vial en el total del gasto público nacional había alcanzado su mínimo histórico desde 2003, representando tan solo el 1,1%.
PROPUESTA DE FINANCIAMIENTO
Todo lo apuntado precedentemente es demostrativo que la ampliación y mejoramiento de la red pavimentada ha estado ligada históricamente a la disponibilidad de fondos manejados de manera autárquica por la Dirección Nacional de Vialidad, jerarquizada en su estructura y con capacidad de decisión para implementar las políticas de Estado asumidas para el sector vial, en una interacción fluida con los organismos provinciales.
Como ejemplo, y más allá de la pandemia, las cifras de venta de combustibles rondarían actualmente los 1400 millones de litros al mes; por lo que, de aplicarse una tasa de hasta USD 0,05 promedio por litro, daría un ingreso del orden de USD 70 millones mensuales, lo que habilitaría construir autopistas y autovías por duplicación de calzadas a una tasa anual significativa, aun cuando se derivase parte de esos fondos a mantenimiento vial y a obras ferroviarias.
Se podría planificar así un programa sustentable a 10/15 años con elevada rentabilidad social, ya que permitiría reducir sustancialmente los accidentes mortales, disminuir los costos de fletes en el orden del 20% y acortar los tiempos de viaje. Un programa de esa naturaleza implicaría, además, un impacto en el mercado laboral por la generación de empleos productivos directos e indirectos de mano de obra no calificada.
La propuesta es retomar por ley la aplicación de impuestos a los combustibles de uso vehicular en una alícuota por establecer, que sean depositados en un fideicomiso controlado de manera independiente, para que no sea posible su afectación a otros objetivos, con el que se financien programas de obras viales y ferroviarias producto de una planificación a mediano plazo con aprobación legislativa.
POR ING. JUSTO V. DOMÉ – ING. CRISTÓBAL DOMÉ